PARASHAT DEVARIM
No es fácil admitir que todo tiene un final, más aún cuando ese final no es el esperado, el añorado por casi 40 años. Nuestra parashá da comienzo a Sefer Devarim (Deuteronomio) también conocido como Mishné Torá (la repetición de la Torá). En pocas palabras podemos decir que este quinto y último libro de la Torá no es otra cosa que el discurso de despedida que Moisés dirige al pueblo antes de partir.
Moisés había sumado ya 120 años de vida. Lejos quedaban los años de su juventud, y cuando pensaba en lo que vendría, dos cosas aparecían con claridad: sus días estaban contados, y no sería de la partida de aquellos que heredarían la tierra. Fue entonces que se sintió invadido por el miedo, pero no era miedo a la muerte, era miedo por su pueblo. Él recordó que una vez los había dejado por unas semanas y eso resultó en la ruptura del pacto, la construcción del becerro de oro y la traición al Dios que los había sacado de Egipto. Ahora, que los dejaría para siempre, cualquier cosa podría llegar a suceder.
En tan solo cinco semanas más, el pueblo quedaría privado de su presencia para siempre. Por tal motivo, Moisés se autoexcluye del relato. No se atribuye ningún mérito, porque sabe que debe eliminar toda dependencia del pueblo hacia él. El registro que nos trae la Torá nos indica que este discurso tuvo lugar en el año cuarenta, en el primer día del undécimo mes. Es llamativo que esta primera referencia histórica que nos brinda la Torá, tenga como punto de partida, no el momento de la salida de Egipto sino la instancia cuando Dios se reveló en el Monte Sinaí (aquí Joreb) entregando Su ley a Moisés y a todo el pueblo.
El anciano líder comenzó su mensaje al pueblo diciendo que no fue él sino Dios el que se encargó de cumplir lo prometido a Abraham (que su descendencia sería tan grande “como las estrellas del mar”). En otras palabras, Moisés se negó a atribuirse mérito alguno en la travesía. Un recuerdo traumático hace ruido en la conciencia colectiva del pueblo: el fracaso de quienes quisieron tomar la tierra prometida, luego del informe de los doce espías. Moshé no quería que la sombra de aquellos momentos se transformase en la fuerza paralizante que los llevase a un nuevo fracaso, una especie de deja vu.
Quienes escuchaban a Moisés eran los hijos de quienes cuarenta años antes, habían preferido creer el informe negativo de los diez espías. Eran ellos los que querían volver a Egipto para que sus hijos no muriesen en el desierto. Ahora, eran esos hijos y no sus padres los que estaban de pie frente al hombre “más humilde de toda la tierra”.
Él les contó sobre el llanto de sus padres en aquellos momentos. Pero ahora, luego de tantos años de transitar por el desierto, estaban próximos a conquistar la tierra prometida. No fue fácil el camino. Hubo batallas y en ellas se destacó Josué, a quién él mismo nombró su sucesor en la conducción del pueblo.
La parashá concluye con una frase de cara al presente y futuro y no al pasado: “no temas porque Dios es el que pelea por ustedes”. Surgen entonces algunas preguntas: ¿Es esto una invitación a la pasividad? ¿De qué batalla estamos hablando? En la tradición judía reconocemos que existen diferentes niveles de interpretación. Sin duda que, en un nivel de comprensión literal, nuestro texto nos habla de la lucha por conquistar la tierra prometida. Pero debemos ir más allá, elevar nuestra comprensión hacia niveles más elevados, más profundos. Hay una batalla que pelear, sí; pero esa batalla se da en nosotros y no fuera de nosotros.
Cada uno está habitado por la presencia divina y esa presencia hace de nosotros un mundo único e irrepetible. Quiero ser claro, tú eres un mundo en ti mismo. Es allí, en el interior de tu ser donde has de encontrar la chispa divina que te conducirá a derrotar las tendencias al mal (ietzer ha-ra) que te son propias. Es la lucha entre la conciencia de lo Uno (Ejad) frente a la conciencia de la fragmentación. Es la lucha entre los valores que reflejan el Unidad Eterna (el amor, la compasión, el respeto, la justicia, la escucha) y la fuerza de la fragmentación que todo lo divide y lo destruye (el odio, la envidia, el resentimiento, la injusticia, la soberbia y el egoísmo).
En esta batalla podremos pensar como aquellos diez espías: “somo como langostas frente a ellos, no podremos vencer”. Pero no tenemos opción, o conquistamos nuestra paz interior por la unidad cotidiana con lo Eterno o nos rendimos definitivamente a las fuerzas destructivas de nuestro propio yo. En esta batalla “mejor es el lento para la ira que el poderoso, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad” (Proverbio16:32).
Shabat Shalom
Rab. Mariano del Prado
PARASHAT DEVARIM
It is not easy to admit that everything has an end, even more so when that ending is not the one expected, the one longed for almost 40 years. Our parsha begins Sefer Devarim (Deuteronomy), also known as Mishneh Torah (the repetition of the Torah). In a few words we can say that this fifth and last book of the Torah is nothing more than the farewell speech that Moses addresses to the people before leaving.
Moisés had already added 120 years of life. The years of his youth were far away, and when he thought of what was to come, two things appeared clearly: his days were numbered, and he would not be of the departure of those who would inherit the land. It was then that he felt invaded by fear: He was not afraid of death, he was afraid for his people. He remembered that he had once left them for a few weeks and that resulted in the breaking of the covenant, the building of the golden calf, and the betrayal of the God who had brought them out of Egypt. Now, that he would leave them forever, anything could happen.
In just five more weeks, the people would be deprived of his presence forever. For this reason, Moisés excludes himself from the story. He does not take any credit for himself, because he knows that he must eliminate all dependence of the people on him. The record that the Torah brings us tells us that this discourse took place in the fortieth year, on the first day of the eleventh month. It is striking that this first historical reference that the Torah gives us has as its starting point, not the moment of the exodus from Egypt but the instance when God revealed Himself on Mount Sinai (here Choreb) delivering His law to Moses and to all the people.
The old leader began his message to the people by saying that it was not he but God who took it upon himself to fulfill what he promised Abraham (that his descendants would be as great "as the stars of the sea"). In other words, Moses refused to take any credit for the journey. A traumatic memory makes noise in the collective conscience of the people: the failure of those who wanted to take the promised land, after the report of the twelve spies. Moses did not want the shadow of those moments to become the paralyzing force that would lead them to a new failure, a kind of déjà vu.
Those who listened to Moses were the sons of those who, forty years earlier, had preferred to believe the negative report of the ten spies. They were the ones who wanted to return to Egypt so that their children would not die in the desert. Now, it was those children and not their parents who stood before the "humblest man in all the earth."
He told them about their parents' crying at that time. But now, after so many years of traveling through the desert, they were close to conquering the promised land. The road was not easy. There were battles and in them Joshua stood out, whom he himself named his successor in the leadership of the people.
The parsha concludes with a phrase for the present and future and not the past: "Do not be afraid, for God is the one who fights for you." Some questions then arise: Is this an invitation to passivity? What battle are we talking about? In the Jewish tradition we recognize that there are different levels of interpretation. Undoubtedly, on a level of literal understanding, our text speaks to us of the struggle to conquer the promised land. But we must go further, raise our understanding to higher, deeper levels. There is a battle to fight, yes; but that battle takes place in us and not outside of us.
Each one of us is inhabited by the divine presence and that presence makes us a unique and unrepeatable world. I want to be clear, you are a world in yourself. It is there, within your being, that you must find the divine spark that will lead you to defeat the evil tendencies (ietzer ha-ra) that are your own. It is the struggle between the consciousness of the One (Echad) versus the consciousness of fragmentation. It is the struggle between the values that reflect Eternal Oneness (love, compassion, respect, justice, listening) and the force of fragmentation that divides and destroys everything (hatred, envy, resentment, injustice, pride and selfishness).
In this battle we can think like those ten spies: "we are like locusts in front of them, we will not be able to win". But we have no choice, either we conquer our inner peace by daily unity with the Eternal or we surrender definitively to the destructive forces of our own self. In this battle, we need to remember the following words: "He who is slow to anger is better than the mighty, And he who rules his spirit, than he who captures a city.” (Prov. 16:32).
Shabat Shalom
Rab. Mariano del Prado
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